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Movilnet, un barco a la deriva

  "Capitán, ¡se hunde sin remedio!" gritó el oficial a su capitán mientras corría desesperado fuera del puente de mando. "¡Sálvese quien pueda!" gritó un segundo tripulante antes de correr en la misma dirección del oficial. Ante toda esta escena, el capitán del buque se quedó mirando, como hipnotizado, como todos los controles de la nave empezaban a apagarse, quedando esta a la deriva y sin control. Abajo, en la sala de máquinas, los tripulantes de la nave gritaban con las manos en la cabeza mientras intentaban alcanzar la salida, el agua entrando sin pausa, pero sin prisas, por las fracturas que había sufrido el casco, después de haber acariciado con la velocidad suficiente un tempano en medio del mar. Pronto, nadie de la tripulación, sólo el atontado capitán, permanecía a bordo del barco. Pero no era así para los pasajeros, que disfrutaban de la música y de las constantes proyecciones cinematográficas de tiempos mejores que aparecían en las grandes pantallas del

¿Por qué tengo que acostumbrarme?


 

No puedo entender a las personas mayores cuando intentan normalizar o minimizar la crisis económica, social y política que atraviesa nuestro país cada vez que emito mi opinión al respecto, con comentarios que parecieran darme a entender que tengo que resignarme o acostumbrarme porque sí.

Hace poco, viví una escena incómoda con algunos familiares. Yo, que siempre me he caracterizado por mi bendita boca floja y respondona, nunca he podido callarme cuando considero que tengo razón de expresarme, ni siquiera por "respeto a mis mayores". Si lo tengo que decir, lo digo, cuestión que en el pasado me valió más de un tatequieto.

Mientras conversábamos precisamente sobre la delicada situación económica, uno de mis familiares soltó la perla: "yo como ya estoy viejo y me voy a morir, no le paro bola a nada. Por mi está bien".

La expresión me pareció tan pesada que no pude aguantarme y de inmediato respondí: "bueno, es bueno que usted se sienta tan satisfecho como su vida como para querer morirse pronto. Pero yo considero que todavía me quedan unos cuantos años de vida, me gustaría que me dejaran lograr algo en ese tiempo".

De inmediato dos de ellos me miraron con la típica mirada acusadora, pero una de ellas pareció entender y dijo en voz baja, "bueno, hijo eso es verdad". Allí murió la conversación.

Celebrando la crisis

La cosa ha llegado a tanto, que ahora se celebran situaciones que en mi opinión deberían ser condenables en este país, como que un muchacho de 16 años quiera salir a vender aliños en su bicicleta o que alguien haya aprendido a convertir su cocina para aceptar gasóil en lugar de gas natural.

Mucha gente pareció aceptar que resignarse está bien, que estar en la constante lucha por la supervivencia te hace un héroe y que no tiene sentido, o no vale la pena, apostar por un cambio.

Aplauden al que madruga para cortar leña y nos reímos del que considera que deberíamos exigirle a nuestro gobierno que cumpla con la promesa de conexiones de gas natural directo para cada hogar venezolano que nos vienen haciendo desde hace decenas de años.

Que ese muchacho de apenas 16 años quiera salir a vender aliños en su bicicleta está bien para ayudar a su familia durante la emergencia. Pero lo correcto sería abogar porque ese muchacho culmine una carrera universitaria o pudiera emprender un negocio propio que le permitiera construir su casa, mantener a su familia y vivir dignamente.

No es justo que, siendo tan joven, tenga que estar pensando en "rebuscarse" para el día a día, sin saber que podría pasar los próximos 10 años de su vida trabajando para comer la hora siguiente y viviendo bajo el techo de su mamá.

No debe ser

Yo mismo tengo tantos proyectos que quisiera culminar, que quisiera ver convertidos en grandes e imponentes logros dentro de mi galería imaginaria de desafíos cumplidos. Muchos de ellos se pasmaron en la crisis, otros ni siquiera pudieron arrancar, ni creo que lo hagan.

Y cuando me quejo, y me critican porque me quejo, esos proyectos frustrados vuelven a mi cabeza y me producen un dolor terrible.

No te puedes acostumbrar, no está bien pensar que mejor dejarlo así porque mañana vas a morirte. Nuestros jóvenes, nuestros niños, nuestros bebés, esperan que nos quejemos, que exijamos, que nos levantemos para abrirles las puertas para construir un mejor país.

No quiero imaginarme a mi hijo dentro de 15 años pensando en vender aliños para comprar el almuerzo. A menos que su sueño sea formar un emporio campesino y con eso pueda dar trabajo digno a 20 trabajadores y tener una casa bonita y cómoda para su esposa y sus hijos y alcanzar todas esas cosas que nos han metido en la cabeza que deberíamos alcanzar para ser exitosos.

Pero no para tener que comer hoy y nada más, no para vivir frustrado sabiendo que nunca podrá viajar, que nunca podrá comprarse las cosas que quisiera tener, que nunca podrá construir la casa de sus sueños.

Si te quieres morir y te da igual, muérete, ese es tu problema. Pero no me pidas que me calle y me acostumbre, porque todavía me faltan unos 30 años para morirme, y quisiera que me dieran la oportunidad de construir, en esos 30 años, el pequeño mundo propio de mi chamo, al que todavía le quedan, a lo sumo, unos 70 años más.

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